Siempre hay luz al final del túnel. Todo
sucede por una razón. Cuando tocas fondo, solo puedes ir hacia arriba. Dios aprieta
y abre una ventana, o algo por el estilo. Samuel conocía cada frase de aliento
que la gente acostumbraba a decir durante las épocas aciagas. Llevaba cerca de un
año repitiéndoselas hasta la saciedad y no se las había tragado ni por un
segundo. Resultaba difícil ser positivo después de pasar una larga temporada sin
trabajo, sufrir una ruptura amorosa y terminar durmiendo en el sofá de su
hermana.
Intentaba convencerse de que la racha de
mala suerte empezó con los recortes de personal que lo enviaron a la cola del
paro diez meses atrás. En su fuero interno, sabía que únicamente se trataba de
una excusa para no admitir el problema. Odiaba su antiguo empleo y le había
supuesto un gran alivio perderlo, pues jamás se habría atrevido a marcharse por
su cuenta. Asimismo, la inestabilidad financiera le había facilitado el
pretexto para posponer los planes de boda. Verónica, su exnovia, anhelaba
casarse y formar una familia. Por el contrario, Samuel no estaba seguro de desear
tal nivel de compromiso. Ella se mostró comprensiva hasta que se le agotó la
paciencia y le dio un ultimátum. Tras percatarse de que nada iba a cambiar,
cortó con él y lo echó del piso que compartían.
Pese a que la ruptura encarnaba un
fracaso, una pequeña parte de Samuel se sintió liberada al cruzar el umbral con
las maletas. Le parecía la mujer idónea y, sin embargo, se alegró de su
decisión. Ella se merecía a alguien mejor. De nuevo, él no habría sido capaz de
tomar la iniciativa, ya que estar con Verónica era lo más cómodo. Lo confirmó el
día en que les contó a sus padres que se habían separado y estos montaron un
drama digno de una telenovela. Continuaban empeñados en que debían reconciliarse
y no cesaban de insistir. Por ese motivo, aceptó gustoso el ofrecimiento de Olivia
de mudarse a su domicilio.
Ella tenía sus propias complicaciones. Se
había quedado embarazada muy joven, su ligue no había querido responsabilizarse
y estaba cuidando a la niña sola. Trabajaba en un hospital como auxiliar de
enfermería, hacía unos turnos demenciales y, aun así, andaba justa de dinero. El
orgullo le impedía solicitar ayuda a sus progenitores, quienes aprovechaban
cualquier ocasión para recriminarle el desliz. Samuel había tratado de echarle
una mano, tirando de sus ahorros para cubrir la mitad del alquiler y ejerciendo
de canguro mientras ella se ausentaba, pero no era suficiente. Necesitaban más ingresos
con urgencia.
La oportunidad surgió donde menos se lo esperaba.
El mes anterior, había acudido a una entrevista para ser creativo en una famosa
agencia de publicidad. La señora que la condujo no estaba satisfecha con su
currículo y lo despachó enseguida. Aunque Samuel se había licenciado en Publicidad
y Relaciones Públicas, carecía de experiencia en ese campo. Era un grave
problema en un mundo tan competitivo. No supo nada de ellos durante semanas y
asumió que lo habían descartado. Cuando lo llamaron para ofrecerle el puesto, no
daba crédito.
Si hubiese sido una persona optimista,
Samuel se habría dicho que el destino al fin le sonreía. No obstante, su
superpoder, también conocido como ansiedad, le permitía ver catorce millones de
futuros posibles y, en todos, la pifiaba de algún modo y acababa de patitas en
la calle. El pesimismo tendía a acrecentar su agobio, como un nocivo círculo
vicioso que se retroalimentaba. Era de vital importancia que saliese bien. Pagaría
las facturas y supondría un paso adelante para desprenderse del complejo de
inutilidad. Su autoestima se lo pedía a gritos.
Esa mañana se había levantado muy
temprano para ducharse, arreglarse, preparar el desayuno y partir con bastante margen.
Quería llegar puntual y causar una buena impresión. Mantener una apariencia de
control lo ayudaba a calmar los nervios. Con la mente perdida en los millones
de futuros alternativos, leía las noticias en su móvil y apuraba el último
trago de café. A su lado, Olivia reñía a Alba por comer demasiado rápido
mientras trataba de terminarse un bollo. La pequeña miraba a su madre con unos
enormes ojos marrones, los mofletes manchados de cacao y la expresión traviesa
que la caracterizaba. Para indignación de la adulta, su reprimenda no surtía el
efecto deseado.
Samuel apartó la vista de la pantalla
del teléfono, contempló a sus chicas con afecto y curvó las comisuras de los
labios. Aunque Olivia acostumbra a negarlo, Alba parecía una versión en
miniatura de ella. Había heredado su carácter extrovertido, inquieto y un tanto
rebelde. Tenía muchos amigos, la invitaban a un montón de actividades y le
encantaba practicar deportes de equipo. Olivia era igualita a su edad.
En cambio, Samuel siempre había sido más
sensato e introvertido. Durante su infancia y adolescencia, había lidiado con
las burlas crueles de sus compañeros debido al sobrepeso. Actualmente, estaba
en forma gracias a una dieta estricta y al ejercicio intenso; sin embargo, aún
se sentía inseguro con su cuerpo. Otra inseguridad que añadir a la interminable
lista. Sus carencias, las reales y las imaginarias, habían moldeado una
personalidad hermética, melancólica y arisca. Solía guardar las distancias con los
demás para protegerse.
Las únicas que lograban traspasar la
barrera con la que se resguardaba del mundo eran su hermana y su sobrina. A
ellas les mostraba una faceta cariñosa, divertida y tierna que reservaba para
muy pocos privilegiados. Ni siquiera su exnovia había llegado a conocerlo completamente.
Sabía que el irracional miedo a sufrir le impedía conectar a un nivel íntimo
con otro ser humano, condenándolo a la soledad. Aun así, no se animaba a ponerle
remedio. El culpable tenía nombre y apellidos, pero hacía años que procuraba no
pensar en él. A Olivia le gustaba llamarlo «El Innombrable». Para Samuel, era
el cerdo que le rompió el corazón.
—Dile
algo. A mí no me hace caso —imploró Olivia, masajeándose las sienes.
—El
Colacao es para bebértelo, no para bañarte en él, enana —afirmó Samuel,
esforzándose por permanecer serio.
—Pues
huele mejor que el jabón de mamá —replicó Alba, guasona.
—Eso
es cierto. —Emitió una fuerte carcajada.
—¡No
sé para qué me molesto! —refunfuñó Olivia, disimulando una sonrisa—. Eres peor
que ella.
—Llevo
las de perder al enfrentarme a una mocosa tan inteligente —se defendió, e
intercambió una mirada cómplice con su sobrina—. ¿A qué hora empieza tu turno?
—Ya
debería haberme marchado —resopló, agobiada—. ¿Te importa acercarla al colegio?
—No
hay problema. Me coge de camino y tengo tiempo de sobra —accedió tras consultar
su reloj—, pero me niego a subir en mi coche a una niña sucia. Ve a lavarte,
enana.
—Sí,
tío Samu —asintió Alba, y corrió hacia el cuarto de baño.
—¡No
me lo puedo creer! A mí me cuesta tres broncas y seis amenazas conseguir que se
asee —comentó Olivia con asombro—. Cuéntame tu secreto, maestro Yoda.
—El
tío guay soy —se jactó, socarrón.
—La
expresión guay no es guay desde los noventa —señaló, formando una mueca irónica—.
Me voy. Gracias por el favor y mucha mierda en tu nuevo empleo.
—Eso
se dice en el mundo del espectáculo.
—La
publicidad se parece al espectáculo y tú vas a revolucionarla —alegó—. Serás el
Marlon Brando del marketing.
—Me
conformo con que no me despidan el primer día.
—Deja
de ser tan negativo. Estoy convencida de que te irá fenomenal. Las dos confiamos
en ti.
—Ojalá
tengas razón. El dinero nos vendría de perlas.
—Seguro
que sí, ya lo verás. Después comeremos en alguna cadena de hamburgueserías
elegante para celebrarlo. Hay que adaptarse al presupuesto.
—Me
apunto —aceptó, divertido—. Te llamo luego.
—¿Puedes…?
—Sí,
recogeré a Alba a la salida.
—¡Eres
un sol! —Depositó un beso en su mejilla y abandonó el domicilio a la carrera.
Samuel rio por lo bajo y negó con la
cabeza. Desde que se había mudado a aquel manicomio, su existencia se había
convertido en un maravilloso caos que no cambiaría por nada. Era consciente de
que se trataba de una solución temporal y que apenas había sitio para tres
personas en el minúsculo apartamento de dos dormitorios. Sin embargo, se había
sentido más querido, integrado y comprendido en dos meses que durante los cinco
años que había convivido con Verónica. Admitía que su expareja no tenía la
culpa de la distancia que él había interpuesto entre ellos. Nunca permitió que
se acercase. Estaban condenados al fracaso desde el inicio. Silenció los
pensamientos amargos y fue a cerciorarse de que Alba se cepillaba los dientes.
***
Arrastrando los pies por la habitación
en penumbras, Pablo se dirigió al servicio para darse una muy necesaria ducha.
Había sido una noche agitada y casi no había pegado ojo. Uno de los responsables
de su vigilia continuaba roncando en la cama revuelta y salpicada de semen. Al
otro llevaba más de dos décadas sin verlo. El primero lo había mantenido
despierto un par de horas. El segundo había ahuyentado su sueño hasta que cayó
rendido por el agotamiento. La perspectiva de reencontrarse con Samuel lo
inquietaba.
Seguía cuestionándose si había obrado de
manera correcta al mover los hilos para que lo contratasen en la agencia, y no
dejaba de preguntarse cómo reaccionaría cuando descubriese que iban a ser
compañeros. Cultivaba una frágil esperanza de que hubiese pasado página y ya no
le guardase rencor por lo que sucedió en el instituto. Su conciencia había
soportado aquella carga demasiado tiempo. Había llegado el momento de soltar el
lastre. Al menos, era lo que se decía para justificar sus actos. En el fondo,
subyacía un deseo ingenuo de recuperar al que había sido su mejor amigo durante
la infancia. El propio Pablo había arruinado su relación con la peor de las
traiciones y jamás pudo perdonárselo.
A veces, pensaba que el desafortunado
incidente lo había marcado hasta el punto de moldear su carácter en la etapa
adulta. Con los años y la madurez que estos aportaban, comprendió que no los unía
una simple amistad; también fue su primer amor. Un amor tan puro e intenso que
hacía palidecer en comparación a cada tipo que metía entre sus sábanas. Pablo
era abiertamente gay. Había recorrido un largo y tortuoso camino para asumirlo.
En la adolescencia, todavía se encontraba al comienzo de ese sendero y tomó
decisiones nefastas en un desesperado intento de evitarlo. Sus errores dañaron
al chico más bondadoso que había conocido y el pesar lo empujó a transformarse
en la clase de persona que era hoy.
Pablo llevaba una existencia muy caótica.
Se consideraba un alma libre, sin ataduras ni raíces que lo anclasen a ningún
lugar. Tras mudarse a Londres con sus padres, había viajado mucho y había residido
en diferentes países. Había disfrutado del inmenso privilegio de estudiar en renombradas
universidades de Europa y Estados Unidos. Había trabajado en algunas de las
agencias de publicidad más importantes del mundo. Había contemplado las auroras
boreales en Noruega, el Taj Mahal en la India y la Gran Muralla China. Había experimentado
cosas con las que la mayoría de la gente solo se atrevía a soñar. Se había follado
a hombres que cortaban la respiración por su extraordinaria belleza y, sin
embargo, persistía en él un sentimiento de vacío que no conseguía llenar con
nada.
Temía bajar la guardia y mostrar sus
debilidades. Quizá por ese motivo nunca había mantenido una relación estable.
Era alegre y extrovertido, le gustaba divertirse, tenía un montón de amigos y
un listín interminable de conquistas. Le encantaba su empleo, gozaba de prestigio
en la profesión y caía bien a sus colegas. Debería estar satisfecho con todo lo
que había construido. En cambio, al final del día, retornaba a un piso desértico
que jamás le pareció un hogar y se preguntaba por qué no lograba ser feliz.
En demasiadas ocasiones, trataba de compensar
sus carencias compartiendo la cama con cuerpos deseables, colmando sus noches
de sudor y jadeos, y lo único que obtenía era una emoción de desarraigo al
terminar. El eterno vacío lo empujaba a cometer errores como el que ahora
dormía a pierna suelta en su habitación. Raúl era uno de esos deslices que
siempre se aseguraba que no repetiría y, al cabo de unas semanas, pecaba de
nuevo. Al igual que un alcohólico, regresaba sin remedio a su veneno favorito, disfrutando
del fugaz alivio antes de la terrible resaca.
Raúl constituía un recuerdo amargo del
pasado. Una gigantesca señal de neón que le advertía del rumbo que estaba
tomando su vida. Lo que tenía de guapo y buen amante quedaba ensombrecido por
la mezquindad y la hipocresía que lo rodeaba. Un envoltorio hermoso, sin nada
más que mentiras en su interior. Impermeable a los remordimientos. Casado con
una pobre mujer que ignoraba lo que hacía su marido en los supuestos viajes de
trabajo. Padre de dos niños adorables que lo idolatraban. Un publicista
brillante y un auténtico tiburón en los negocios. Un bastardo implacable al que
no le convenía enfrentarse. «Y un muerdealmohadas consumado», agregó Pablo
mientras salía del aseo con una toalla envolviéndole las caderas. Lo suyo ni
siquiera se acercaba al amor, era pura lujuria. «Sexo sucio en el mal sentido».
—¿Qué
hora es? —consultó Raúl, desperezándose.
—Hora
de que te des una ducha rápida si no quieres llegar tarde —respondió Pablo, y
accedió al vestidor con un aire indiferente—. Prepararé café.
—¿Por
qué no me has despertado? —protestó, saltando del lecho.
—Lo
intenté un par de veces —replicó, jocoso—. Desistí por la amenaza de castración.
—No
sospechaba que fueses tan sensible —se mofó, y descargó un chorro de orina en el
inodoro—. Ayer me costó bastante conciliar el sueño. No parabas de moverte.
¿Qué te ocurría?
—Nadie
se ha quejado por mi forma de moverme. —Retornó al cuarto enfundado en un traje
elegante y se ajustó la corbata frente al espejo—. Creo recordar que tú tampoco.
—Tus
cambios de tema no son tan sutiles como piensas —afirmó, riéndose—. Parecías
nervioso y hoy luces unas ojeras horrorosas. ¿Qué te preocupa?
—Será
el estrés —se justificó, evasivo—. ¿Dónde se supone que estás?
—Una
reunión en Barcelona. Me quedo hasta mañana. —Compuso una expresión irónica—.
¿Repetimos esta noche?
—No
puedo. Tengo un compromiso.
—Siempre
dices lo mismo y acabas cancelándolos en el último momento.
—Este
es ineludible. —Se encaminó hacia la cocina—. Apresúrate.
Pablo puso la cafetera en marcha con un
familiar nudo en la boca del estómago. La culpabilidad no lo abandonaba. Había
coincidido con la esposa de Raúl en numerosas fiestas y cenas de empresa.
Incluso conocía a sus hijos. ¿Por qué seguía jodiendo con un infiel patológico?
¿Qué lo impulsaba a revolcarse por el fango? Nunca hubo nada romántico entre
ellos, no albergaba la menor duda al respecto. Le daba la impresión de que
últimamente el otro estaba más pegajoso de lo habitual; sin embargo, por su
parte, el interés nacía y moría en la cama. En cuanto salieran del piso, ambos
se subirían a sus coches y fingirían ante el resto del mundo que eran simples
colegas. Fingiría ante el único chico que le había importado.
Sin
remedio, su mente voló de nuevo hacia Samuel. Raúl llevaba razón: estaba muy
nervioso. La zozobra no lo soltaba desde que Carmen, una amiga de Recursos
Humanos, le transmitió la buena noticia. Todo se resumía en una afortunada casualidad.
El mes anterior, lo vio de lejos mientras entraba en las oficinas. Estaba tan
cambiado que, al principio, le costó reconocerlo. Por un segundo, pensó que su
imaginación le había jugado una mala pasada. Como la incertidumbre amenazaba
con tragárselo vivo, bajó a la planta de Carmen e insistió hasta que ella accedió
a revisar los currículos. El corazón le dio un vuelco en el pecho al oír su
nombre. Lo demás era historia: un poco de verborrea, una carita de cordero
degollado y un pequeño soborno culminaron en un contrato de trabajo. ¿Qué
esperaba conseguir? Pablo no lo sabía. Quizá trataba de compensar el dolor que
le había infligido, o tal vez, solo tal vez, sus sentimientos por él aún no se
habían apagado.