Otro camión de mercancías desvalijado y abandonado en la cuneta. El cadáver del conductor continuaba dentro de la cabina, al igual que los anteriores. Era el quinto en menos de cuatro meses. Sean no podía evitar regocijarse en secreto cada vez que los Ferri sufrían un revés, aunque los asaltos arruinasen su arduo trabajo del último año. Incluso si ese trabajo le había acarreado un alto coste personal.
En realidad, su obsesión comenzó cuando era un agente recién llegado al FBI y aún aspiraba a marcar la diferencia. El asesinato de su padre, un fiscal que le había declarado la guerra a la mafia, aniquiló al joven idealista. Una década centrado en la misión de castigar a los culpables lo sepultó varios metros bajo tierra. Horas de vigilancias, de reunir pruebas e identificar sospechosos erosionaron sus relaciones sin remedio, como el incansable azote del mar desgastaba las rocas. Sus amigos lo olvidaron algún tiempo después de que él los apartara. El corazón y la mente de su madre se debilitaron tras perderlos a ambos en la misma época. El amor de su exmujer se fue marchitando al comprobar que se había casado con un fantasma. La escasa atención que le prestaba al resto del mundo lo privó de tener descendencia.
Para sus compañeros, perseguir a la Cosa Nostra solamente era un modo de ganarse el pan. Para Sean, constituía la razón de su existencia. Incriminar al socio mayoritario de un bufete corrupto debió poner el punto final a la revancha. Gracias al testimonio del abogado, habían metido en prisión a Vittorio Ferri, el jefe de una de las cinco familias de Nueva York. Él había ordenado ejecutar al fiscal molesto. Sin embargo, el exiguo alivio que Sean experimentó se desvaneció muy deprisa. El encarcelamiento del antiguo don no los detuvo. Apenas supuso un minúsculo percance. Su hijo mayor, Gian Ferri, tomó el relevo y continuó con las actividades criminales.
En aquel instante, Sean comprendió que sus esfuerzos habían sido en vano. Necesitaba encontrar la manera de neutralizarlos por completo y la buscó infatigable durante meses. Intentó convencerse de que cumplía con su labor. En el fondo, se daba cuenta de que ya no conocía otra forma de vivir. A los treinta y nueve años, la venganza era lo único que le quedaba y sin ella se sentía desorientado. Notaba la soledad; le dolían las oportunidades desaprovechadas; lloraba a los seres queridos que había perdido. La suerte o el infortunio le facilitaron la llave que le abriría las puertas de la mafia. Llegó en la figura de un pentiti, un jefe de Nueva Jersey que, al verse acorralado, había optado por «arrepentirse» y colaborar con los federales para evitar una larga condena. Él le proporcionó las buenas referencias que precisaba para que los Ferri lo acogieran en su seno. Inventó un personaje, adquirió una identidad falsa y se convirtió en un asociado, un no iniciado, un recadero, el nivel más bajo y lo máximo a lo que podía aspirar un hombre que carecía de raíces italianas.
Aunque su acceso resultaba muy limitado, oía conversaciones, a alguien se le escapaba un comentario esclarecedor, se fijaba en algo que no debería haber presenciado, se ganaba la confianza de la gente, recopilaba datos e iba construyendo su caso con la constancia de una hormiga. De pronto, comenzaron los boicots: mercancía robada, entregas que salían mal y operaciones que terminaban con redadas de la policía. Estaba claro que tenían un chivato entre ellos y que había un complot en marcha para menoscabar su poder. Sean ignoraba el propósito, no lo había urdido el FBI. Los ánimos se caldearon, los capos se miraban recelosos, la suspicacia y la paranoia de Gian se acentuaban con cada golpe. Ya no se fiaba de nadie. Veía enemigos en todas partes. Entonces Sean escuchó el rumor de que Enzo Ferri regresaba a la ciudad.
Hasta aquella semana, Enzo solo había sido un nombre en un papel. Un párrafo corto y sin ningún interés estratégico para la agencia. El mediano de tres hermanos, dos chicos y una chica. Abandonó Nueva York para asistir a la universidad y apenas volvió de visita en un puñado de ocasiones. Siempre en fechas señaladas. Concluyó la carrera de veterinaria y se instaló en Miami, donde abrió una clínica. No se inmiscuía en los asuntos de la mafia y permanecía distanciado de ese mundo. Sin embargo, su retorno en un momento tan crítico no parecía una casualidad. El clan suponía un vínculo inquebrantable para los individuos que se habían educado en la Cosa Nostra, alcanzando un cariz sagrado, y acudía al rescate de su don.
Por la mañana, Sean recibió la orden de recogerlo en el aeropuerto. Como de costumbre, Mauro Testa viajaba en el asiento del copiloto. Era un soldado —un miembro iniciado a las órdenes de un caporegime— al que solía acompañar en la mayoría de sus encargos. Tras un año compartiendo correrías y borracheras, habían entablado una estrecha amistad y constituía su principal fuente de información. Fue Mauro quien confirmó sus sospechas sin pretenderlo:
—Gian acertó al traer a Enzo. Es muy inteligente. Estoy seguro de que encontrará al traidor rapidísimo.
—¿Os lleváis bien? —curioseó Sean, mirándolo de reojo.
—Sí, somos colegas desde niños —declaró con orgullo.
***
El vuelo drenó las pocas energías que le quedaban. Tres largas horas atrapado con sus temores lo agotaron psicológicamente. Enzo se esforzaba por ignorar la voz histérica de su cabeza que lo prevenía de la terrible equivocación que iba a cometer. Quiso convencerse de que su estancia en Nueva York sería corta. Ayudaría a resolver el problema de Gian y regresaría a Miami en cuestión de meses. No logró engañarse ni por un segundo. En su fuero interno, siempre intuyó que llegaría un día en que los suyos lo reclamarían y él no tendría fuerzas suficientes para oponerse.
Quizá lo habría intentado si la llamada hubiese provenido de su padre. Al fin y al cabo, su relación distante se remontaba a la adolescencia. Sin embargo, Vittorio había acabado entre rejas y Gian soportaba la extenuante carga que el viejo le había cedido. Lejos de ser un obsequio, suponía una maldición. Enzo la había sufrido de cerca mientras crecía. Su hermano resistió el peso por su cuenta todo lo que pudo, pero la situación se descontrolaba y ya no conseguía diferenciar a los enemigos de los aliados. Estaba con el agua al cuello y lo necesitaba.
Por ese motivo, a pesar de que no cesaba de repetirse que sería una solución temporal, Enzo cerró la clínica, rescindió el contrato de alquiler de su piso y metió la mayor parte de sus pertenencias en un camión de mudanzas. No solo dejaba atrás una existencia cómoda, buenas amistades y una pareja con la que nunca encajó, sino también su libertad. La libertad de mostrarse como era realmente, sin esconderse ni mentir a las personas que le importaban. Nueva York lo devolvería a la asfixiante época del armario con treinta y seis años recién cumplidos. La homosexualidad todavía se consideraba un crimen imperdonable en la mafia. Jamás olvidaría una historia horrible que escuchó de niño acerca de un capo al que habían liquidado a balazos tras sorprenderlo follando con un tipo dentro de un automóvil. En la actualidad, ya no los mataban; eran apartados de la familia y evitados como parias.
Con paso lento y apático, atravesó la terminal del Aeropuerto John F. Kennedy, ubicado en el distrito de Queens, y se dirigió a la parada de taxis. Gian había insistido hasta la saciedad para que le permitiese enviarle un coche; no obstante, Enzo lo tachó de un esfuerzo absurdo, pues se encontraba a unos veinticinco minutos de la residencia de sus padres. Portaba una maleta y un transportín pequeño en las manos. Su perra, Amélie, era lo único de su antigua vida a lo que no estaba dispuesto a renunciar. Nada más alcanzar el exterior, se tropezó con un rostro conocido que le dedicaba una sonrisa. En ese momento, comprendió que había pecado de ingenuo al creer que el otro le haría el menor caso. Resopló una carcajada y fue al encuentro de su viejo amigo.
—¡Enzo! —exclamó Mauro, exultante, antes de abrazarlo y darle un beso en la mejilla.
—Te veo bien —afirmó, palmeándole el brazo—. ¿Qué tal te trata mi hermano?
—No me puedo quejar. La verdad es que…
Enzo dejó de oír las explicaciones de Mauro en cuanto reparó en el hombre rubio que salía de un vehículo. Mediría un metro noventa. Cuerpo ancho y musculoso. Una cara tremendamente varonil: mandíbula cuadrada, pómulos marcados y nariz grande. Sus ojos de un peculiar color avellana lo escrutaban con curiosidad. Le pareció un individuo imponente. No lo definiría como el clásico guaperas, pero exudaba un irresistible atractivo sexual debido a las facciones duras. Le despertaba un torrente de fantasías sucias e imágenes mentales muy vívidas. El veterinario se quedó sin aliento y perdió la facultad de hilar palabras. Por unos segundos, fue incapaz de apartar la vista de aquel monumento a la masculinidad. Hacía años que no le sucedía algo similar. De pronto, recordó el riesgo que corría y se obligó a recuperar la compostura. No podía delatarse. Desvió la mirada y la centró en Mauro mientras preguntaba:
—¿Es tu coche?
—El de Sean —aclaró el soldado, ajeno a la violenta tempestad que asolaba la mente de su colega—. Aguarda. Te ayudaremos con los bultos.
Al instante, el motivo de su desasosiego se apresuró a coger la maleta y el transportín para colocarlos en la parte de atrás del automóvil, como se esperaría de cualquier chico de los recados que aspiraba a ganarse un puesto en la organización. El aturdimiento causó que Enzo tardase en reaccionar y el pánico tiñó su voz de agresividad al increparle:
—¿Qué cojones te crees que haces?
—Guardar el equipaje —respondió Sean, desconcertado.
—No vas a meter a mi perra en el maletero, animal —gruñó, arrancándole la jaula de la mano—. ¿Cómo te llamabas?
—Sean O'Brien.
—Aquí tienes dinero para un taxi. —Sacó un par de billetes de su cartera y se los tendió—. Mauro y yo viajaremos solos.
—Pero… —comenzó a protestar, estupefacto.
—Recoge tu vehículo en casa de mis padres.
Sean estudió al desagradable sujeto que lo despachaba con aires de superioridad, intentando decidir si hablaba en serio o le gastaba una de esas bromas pesadas que tanto disfrutaban los de su calaña. No se diferenciaba demasiado de los delincuentes con los que se codeaba a diario. Lucía el mismo rictus desconfiado y lo rodeaba un aura de peligro. El pelo negro y la piel morena indicaban sus raíces. Los iris de un tono verde oliva lo señalaban como un Ferri, pues eran idénticos a los de su madre y hermanos. Calculaba que mediría unos cinco centímetros menos que él y poseía una constitución atlética que resaltaba con su indumentaria elegante. A Sean le sorprendió que aquel imbécil estirado viajase junto a un perro salchicha. Sonaba ridículo.
Buscó el apoyo de Mauro con una mirada repleta de contrariedad y este se encogió de hombros. Luego se sentó al volante sin abrir la boca. Enzo ocupó el sitio del copiloto con en el transportín entre las piernas y se marcharon. Sean se quedó allí plantado, contemplando con perplejidad cómo el automóvil se alejaba y maldiciendo por lo bajo. Odiaba a los Ferri con toda su alma. Además, presentía que el recién llegado le daría problemas. Lo peor era que ni siquiera contaba con el derecho de quejarse, a los asociados siempre los mangoneaban.
Enzo resistió la tentación de girarse para echar un último vistazo a la figura solitaria que acababa de abandonar en el aeropuerto por culpa de un miedo irracional. Lamentaba su comportamiento, pero la fuerte atracción que le despertaba lo cogió con la guardia baja. Su instinto tomó las riendas para protegerse y la consecuencia fue que actuó como un gilipollas. «Mejor eso que la alternativa», se recordó. Debía mantener las distancias con él por su propio bien.
—¿Desde cuándo aceptamos a gente sin ascendencia italiana? —interpeló Enzo, ocultando su malestar.
—Nos lo recomendó la familia Vanetto de Nueva Jersey. Gian conserva la buena relación que tu padre tenía con ellos. Ya sabes cómo están las cosas por aquí últimamente. Resulta complicado encontrar a hombres en los que se pueda confiar —dilucidó Mauro—. Sean es un tipo legal. ¿Cuándo te has vuelto tan purista? Solías despreciar esa clase de tradiciones.
Enzo se sumió en el mutismo. No podía confesarle que el auténtico motivo de su recelo era que temía que el rubio terminase por convertirse en una fuente inagotable de quebraderos de cabeza. Apretó los párpados e inspiró hondo. A partir de ese momento, su vida sería una colección interminable de mentiras y frustraciones. Más le valía acostumbrarse.
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