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domingo, 26 de marzo de 2023

Relato completo (versión corta): Peli porno

¡Hola! Lo que encontraréis aquí es la versión corta que escribí en su momento para Wattpad. En la actualidad, existe una versión ampliada en Amazon con un capítulo inédito, donde se cuenta lo que ocurrió con los personajes después e incluye una escena muy hot. Si os apetece saber más de esta historia, podéis adquirir el ebook a 0,99 euros o leerlo gratis en Kindle Unlimited. Un abrazo.

Mi relato está registrado en Safecreative. Los derechos son míos y no tolero plagios ni adaptaciones de ninguna clase. Si detecto alguno, llevaré a cabo todas las acciones legales pertinentes contra esa persona.

 

Sinopsis: A pesar de pertenecer a la misma pandilla desde niños, la fuerte rivalidad entre Óscar y Juan aumenta con cada año que pasa. Sus constantes discusiones están volviendo locos al resto de sus amigos. Para conseguir que se lleven bien de una vez por todas idean un plan que incluye una apuesta, una cámara oculta y una peli porno. ¿Qué puede salir mal?

 

La apuesta

Alicia opinaba que dos de sus amigos eran gilipollas. Así, sin paños calientes, ni anestesia, ni nada. Prefería ese calificativo a otros más elegantes y amables, ya que lo consideraba el más exacto e ilustrativo para describir su monumental estupidez. No se trataba de que le cayesen mal. En realidad, los apreciaba mucho; los conocía desde que eran niños y la habían apoyado en momentos muy difíciles de su vida. Por separado, ambos le parecían chicos encantadores —amables, educados e inteligentes—, pero al estar juntos se volvían insoportables y sus cocientes intelectuales descendían a la mitad, pues no dejaban de pelearse y lanzarse pullas pueriles.

La fuerte rivalidad entre Juan y Óscar venía ya de muy lejos. Se remontaba al mismísimo patio del colegio, donde los dos se medían para ser el macho alfa. Si el primero hacía algo bien, el segundo lo menospreciaba y se afanaba en superarlo. Si el primero proponía un juego al resto de compañeros, el segundo trataba de convencerlos de que su idea era mejor. Si el primero tenía el balón durante el partidillo de fútbol, el segundo iba a por él hasta que lograba quitárselo. Y así un largo etcétera. Al final el resultado siempre era el mismo: terminaban enzarzándose en una acalorada discusión e incluso habían llegado a las manos en no pocas ocasiones.

Al resto de la pandilla —Alicia, Marta y Roberto— sus encontronazos les parecían entretenidos y hasta divertidos de críos, pero ahora que estaban en la universidad comenzaban a convertirse en un serio problema, el cual amenazaba con desestabilizar e incluso romper el grupo. No había forma humana de que los cinco se reuniesen sin que esos dos acabasen montando jaleo. Con el paso de los años, su animadversión mutua había ido en aumento y buscaban hasta el detalle más insignificante para discutir. La razón de que ambos continuasen en la misma pandilla a pesar de odiarse tanto era un misterio que a los demás se les escapaba por completo. Sin embargo, sí que tenían una cosa muy clara: no querían perder a ninguno y para eso necesitaban encontrar el modo de que se llevasen bien al fin.

No obstante, era más fácil decirlo que hacerlo. Reparar de golpe tantos años de inquina parecía una misión imposible. Cuando Alicia les propuso a Marta y a Roberto que elaborasen una estrategia entre los tres, estos se mostraron bastante escépticos: «Hay más posibilidades de que lluevan ranas del cielo a que se reconcilien», le espetó Roberto, socarrón; «Si consigues que no se peleen, me rapo la cabeza por los lados y me dejo una cresta rosa fucsia», añadió Marta, entre carcajadas. Alicia se limitó a responder con un enigmático «ya veremos». Ella sabía algo que sus amigos desconocían. Por ese motivo tenía una ligera idea de cómo podía acabar para siempre con las broncas que tanto perturbaban la paz del grupo. Lo único que le faltaba era una buena treta que resultase efectiva.

Tras varios días de darle vueltas sin que se le ocurriese nada, el plan se presentó solito ante sus narices durante uno de los altercados habituales. Habían quedado en el apartamento de Alicia para ver «El Hobbit», durante su acostumbrada noche de pelis de los jueves. La velada había empezado sorprendentemente tranquila; sin embargo, poco después el par de siempre se había enzarzado en un acalorado debate sobre cine. Una excusa tan buena como cualquier otra para discutir.

—La mejor trilogía de todos los tiempos es la primera de «La guerra de las galaxias» —sostuvo Juan con una fuerte convicción—. No solo porque la historia resulte muy entretenida e interesante. También ensalza valores como el honor, la amistad, el amor y el respeto por la naturaleza, representada en la fuerza. Habla de superar los propios miedos y de sacrificarse por un bien común. Fue precursora del empoderamiento femenino con en el personaje de la princesa Leia. Además, los efectos especiales me parecen brutales para la época. Tienen mucho mérito, ya que no estaban generados por ordenador, sino que fueron hechos con métodos caseros, como maquetas y dibujos.

—¡Por favor! Esas películas son para niños y frikis. Estamos hablando de cine serio, no de distopías juveniles. Con lo infantil y rarito que eres no me extraña nada que te gusten tanto —se mofó Óscar—. Por cierto, los valores que mencionas no son más que un ejemplo rancio del hipócrita discurso moralista estadounidense. Ellos experimentan la imperiosa necesidad de aleccionar al mundo y los simplones como tú os lo tragáis con patatas —continuó, socarrón.

  —Es verdad, disculpa. Olvidaba que a ti te gusta dártelas de intelectual pedante, aunque en el fondo seas un idiota engreído —escupió con rabia—. Y según tú, ¿cuál la supera?

—Me parece que está claro y cualquiera con una mentalidad de adulto me daría la razón: «El Padrino». Solamente hay que ver el reparto: Marlon Brando, Al Pacino, Robert De Niro, Diane Keaton… Y dirigida nada menos que por Francis Ford Coppola. Interpretaciones magistrales, buen guion y dirección, una cinematografía espectacular, escenas icónicas que ya han pasado la historia y un montón de galardones. Nada más que añadir.

—Sí, es una lástima que la tercera sea tan floja —apuntó, mordaz.

—Incluso con lo floja que es la tercera sigue dándole mil vueltas a la saga completa de «La guerra de las galaxias».

Marta y Roberto asistían al intercambio de pullas y exabruptos con la habitual cara de circunstancias, ya resignados a que tampoco aquella noche podrían disfrutar de una reunión pacífica. En cambio, Alicia fue dándole forma en su cabeza a una jugarreta que, según su propia opinión, resultaba brillante y digna de un genio. Sabía que la mayor obsesión de Óscar y Juan consistía en superarse el uno al otro, de modo que con eso ya tenía el cebo perfecto para hacerlos picar en la trampa. No perdió ningún tiempo en poner a prueba su teoría y, dedicándoles su cara más inocente, aseguró:

—En realidad, esas trilogías me parecen bastante buenas, cada una en su estilo. Los dos sois grandes cinéfilos. No obstante, dudo que alguno de vosotros fuese capaz de aguantar hasta el final con una película de autor que vi hace poco.

—¿En plan Kubrick? —preguntó Óscar con interés.

—Más o menos —asintió Alicia, sonriente.

—¿De las que tienen varias lecturas y te hacen pensar? —intervino Juan para no ser menos.

—Sí, por supuesto. —Ella contuvo una carcajada con gran esfuerzo.

—Me encantan ese tipo de películas —aseguró Juan.

—¡No fanfarronees! Si tú usas demasiado el cerebro, te da migraña o te quedas dormido por el esfuerzo —se burló Óscar.

—Creo que me has confundido con alguna de esas tías medio lerdas que siempre te follas. —Le dedicó una mirada ceñuda.

—¡Manda huevos! Me lo dice un tipo que todavía es virgen.

—¿Qué os parece si hacemos una apuesta? —les propuso Alicia, reconduciendo la conversación—. Quien sea capaz de ver la película entera o al menos aguante más tiempo gana. El perdedor tendrá que pagarle las copas durante el fin de semana.

—¿Y si lo conseguimos los dos? —planteó Juan.

—En ese caso, Marta, Roberto y yo os invitaremos a vosotros, pero no creo que lo logréis.

—Acepto el reto. Si voy a competir con este memo tengo la victoria asegurada. —Óscar se infló como un pavo real—. A no ser, claro está, que a él le dé demasiado miedo perder.

—¡Ya te gustaría! —refunfuñó Juan—. Yo también me apunto.

—¡Estupendo! Entonces el próximo jueves volveremos a quedar los cinco aquí para que veáis la peli. —Alicia les estrechó las manos con un gesto teatral, sellando el trato—. Y recordad: el derrotado costeará las bebidas, sin quejas ni excusas. ¿Entendido?

—Entendido.

—Sí. —Juan pareció dudar por unos segundos—. ¿No nos vas a decir cómo se titula o alguna pista sobre el argumento?

—No, no quiero que hagáis trampas —repuso ella, y los dos asintieron, comprensivos.

Alicia se sintió muy satisfecha consigo misma. Había resultado incluso más fácil engatusarlos de lo que esperaba. Parecía mentira que los dos fuesen chicos tan sensatos e inteligentes. Cualquiera que asistiese a alguna de sus acostumbradas riñas opinaría lo contrario, pero eso se debía a que cada uno era el talón de Aquiles del otro; se sacaban de quicio mutuamente. No se podía negar que existían muchas diferencias entre ellos.

Óscar iba por la vida de intelectual, con el pelo peinado de manera meticulosa, las gafas de pasta para leer que se ponía cada vez que tenía ocasión y la ropa más bien tirando a formalita y clásica. Era un fanático de las películas de gánsteres antiguas, el cine bélico y la música pop de los ochenta. Leía libros de filosofía e historia por mera diversión. Estudiaba Ciencias Políticas porque pertenecía a ese reducido grupo de personas que querían cambiar las cosas desde dentro. Tenía un sentido del humor muy sarcástico, rozando casi lo desagradable. Renegaba de los que pasaban horas ciclándose en el gimnasio; sin embargo, salía a correr todas las mañanas antes de ir a clase.

A pesar de su personalidad reservada, aunque no introvertida, gozaba de bastante éxito con las mujeres, pues poseía una labia y una madurez muy poco propias de un chico de su edad. En el bachillerato había mantenido una relación seria con una compañera de clase que había durado poco más de un año, pero ya hacía tiempo que iba de flor en flor sin comprometerse con nadie. Él lo justificaba diciendo que estaba centrado en los estudios y en pasárselo bien con sus amigos, o que aún no había encontrado a una persona con la que quisiese sentar la cabeza. Ninguna de esas excusas era cierta.

Por el contrario, a Juan le iba más la estética de skater, aunque llevase años sin subirse a un monopatín: pantalones anchos y caídos, sudaderas de tres tallas más grandes que la suya, sus inseparables deportivas y una enorme colección de gorras. Daba la impresión de que su pelo no había visto un peine jamás. No obstante, él se pasaba cerca de media hora delante del espejo para que presentase ese aspecto. Juan era un fanático de la ciencia ficción y el terror y tenía una pequeña obsesión con el hip hop.

Estudiaba Trabajo social porque creía firmemente que el sistema establecido ya no se podía cambiar, por lo que había que tratar de mitigar sus nefastas consecuencias para los más desfavorecidos. No soportaba el sarcasmo, pues lo consideraba una grave falta de respeto. A no ser, claro está, que fuera dirigido hacia Óscar; en ese caso, sí que le parecía aceptable y hasta necesario. Estaba en muy buena forma física, ya que sufría una seria adicción al gimnasio y a los partidillos de fútbol que se echaba con los colegas del barrio. Era un poco alocado, muy sociable y alegre, pero nunca ligaba. A menudo, se le acercaba alguna chica cuando salían de fiesta; sin embargo, acostumbraban a marcharse por donde habían venido al poco tiempo de entablar conversación. Ninguno de sus amigos —a excepción de Alicia— se explicaba el motivo.

Pese a sus evidentes diferencias, también tenían más cosas en común de las que ellos mismos creían o se dignaban a admitir. Los dos eran buenas personas: responsables, compasivos, empáticos, confiables, cariñosos con sus seres queridos y leales con sus amigos. En otras circunstancias, estas similitudes deberían haber bastado para que se apreciasen o al menos tuviesen una relación más cordial. No obstante, había un secreto muy bien guardado que, además de Juan y Óscar, solo conocía Alicia y que suponía un claro obstáculo para que terminasen de acercarse. Ella se lo había callado durante dos años, pues consideraba que no era de la incumbencia de nadie. También tenía la esperanza de que ambos acabasen arreglándolo por su cuenta. Sin embargo, a esas alturas ya estaba muy harta de quedarse cruzada de brazos mientras sus queridos amigos se iban distanciando sin remedio. Había llegado la hora de intervenir y sabía con exactitud cómo hacerlos admitir la verdad.

Por su parte, Marta y Roberto no tenían ni la menor idea de lo que pretendía Alicia. No comprendían en qué podía ayudar a reparar la enemistad entre Juan y Óscar que viesen juntos una película aburrida. Por esa razón no dejaban de mirarla como si se hubiese vuelto loca o directamente le hubiese aterrizado un ovni en la cara. Ella no soltó prenda. Estaba convencida de que, si se lo contaba antes de tiempo, lo estropearían todo. A Marta y a Roberto no se les daba nada bien disimular. Mantuvo el misterio durante una semana. Mientras tanto, aprovechó para preparar cada uno de los componentes de su pequeña trampa.

Al jueves siguiente, Alicia ya tenía listo hasta el último detalle. Roberto y Marta estaban tan intrigados que fueron los primeros en presentarse, pero ella se negó a adelantarles nada. En el momento exacto, apareció Óscar, como buen obseso de la puntualidad que era. Y el último, por no variar, fue Juan, quien tenía la mala costumbre de considerar orientativas las horas de las citas. Ese defectillo le había costado un sinfín de reprimendas de sus padres y sus profesores a lo largo de su vida. Como no podía ser de otra manera, también causó el primer encontronazo con Óscar. Por norma general, Alicia y los demás solían mantenerse al margen durante sus broncas, ya que salían mal parados cuando trataban de mediar. No obstante, aquel día a ella le urgía poner en marcha el plan antes de que la tensión entre ellos se volviese insalvable, así que los cortó diciendo:

—¿Estáis preparados para el reto o queréis rajaros?

—¡Claro que no! A eso he venido —respondió Óscar—. Tengo ganas de beber gratis a costa de este zoquete.

—¡Sigue soñando! —refunfuñó Juan—. Lo que me voy a reír al ver que me subvenciones las borracheras. Pienso cogerme la mayor cogorza de la historia.

—Eso será más o menos con dos cubatas y un chupito, y luego habrá que llevarte a que te hagan un lavado de estómago. —Óscar se carcajeó con ganas mientras Juan dejaba escapar un bufido desdeñoso.

—Muy bien —murmuró Alicia—. Estas son las normas: la película dura dos horas. Tendréis un intermedio de quince minutos a la mitad para ir al baño o coger una bebida. Aparte de esa pausa, no podréis levantaros del sofá en ningún momento. El primero que lo haga perderá. Hablad entre vosotros cuanto queráis, pero únicamente tenéis permitido pararla en el descanso. Nosotros vamos a estar en mi habitación. No hagáis trampas porque nos enteraremos. Si necesitáis mear o lo que sea, os sugiero que vayáis ahora. Os doy cinco minutos antes de empezar.

—¿No nos acompañáis? —preguntó Juan con una confusa mezcla de desconcierto y malestar.

—No, ya la vimos —repuso, conteniendo la risa de nuevo—. La película está en el reproductor.

Alicia les hizo un gesto con la cabeza a Marta y a Roberto, quienes la siguieron al dormitorio, presurosos y muertos de curiosidad. Los dos la conocían lo suficiente para intuir que se traía algo muy gordo entre manos y tanto misterio ya comenzaba a desesperarlos. La anfitriona cerró la puerta, se sentó al estilo indio en el centro de su cama y trasteó en un portátil que descansaba sobre el colchón. Sus amigos no esperaron a ser invitados para acomodarse a su lado. Al hacerlo descubrieron con absoluto asombro cómo en la pantalla aparecía un primer plano del sofá, donde Óscar y Juan aguardaban expectantes a que comenzase el filme.

—Dejé activada la webcam del ordenador de mesa —les explicó Alicia con una sonrisilla maliciosa—. Así podremos asegurarnos de que no terminan matándose.

—¿Qué te propones? —inquirió Marta, descolocada.

—Que afronten la verdad de una maldita vez.

 

El conflicto

Había algo en el asunto de la apuesta que a Juan no terminaba de encajarle. A decir verdad, no había sospechado que ocurriese nada fuera de lo normal hasta que Alicia les comunicó aquellas reglas tan extrañas y el resto de la pandilla se marchó. Por norma general, procuraban que Óscar y él no se quedasen demasiado tiempo a solas para evitar que pasasen del enfrentamiento verbal al físico. Alicia era su amiga más cercana, quien mejor lo conocía y sabía bien lo mucho que su némesis lo incomodaba. No hacía falta ser muy avispado para suponer que ella planeaba alguna jugarreta. Desconocía de qué se trataba, pero ya intuía que no iba a gustarle.

Juan se planteó muy en serio la posibilidad de irse para no prestarse a cualquiera que fuera el juego de sus colegas. No obstante, si lo hacía, Óscar no dejaría de tomarle el pelo por rendirse y la idea de que ganase le tocaba las narices. Tragándose un suspiro de resignación, se acomodó en el extremo del sofá más alejado de su rival. Aun así, no pudo evitar la tentación de mirarlo de reojo mientras este pulsaba el mando a distancia, ignorándolo a propósito. Durante el breve instante que tardó en reproducirse la película, especuló con un montón de escenarios. Ninguno se acercó lo más mínimo a la verdad. ¿Quién podría imaginarse que Alicia era tan retorcida?

En la pantalla apareció un título de lo más curioso para una película de autor: «Universitarios cachondos». A Juan se le desencajó tanto la mandíbula que casi parecía que quería tocarse las rodillas con la barbilla. Una atronadora alarma comenzó a sonar dentro de su cabeza. No podía ser lo que estaba pensando o, de lo contrario, iba a cometer un asesinato a sangre fría. ¡Sí, señor! Alicia tendría las horas contadas. La estrangularía con sus propias manos, la ahogaría en el váter, la apuñalaría y le pasaría por encima con el coche varias veces hasta asegurarse de que estaba bien muerta. Luego encontraría la manera de resucitarla para repetir el mismo proceso una y otra vez. Y cuando al fin se aburriese, mearía sobre su tumba.

Juan enarcó una ceja que fue ascendiendo cada vez más a medida que se iban sucediendo las imágenes de los atractivos, musculosos y muy ligeritos de ropa actores que participaban en aquella cinta, junto a sus nombres escritos con letras de color rojo puticlub. Unos nombres muy masculinos y más falsos que las tetas de una striper. Tragó saliva con desagrado y se mordió el labio para reprimir un gemido de espanto. O aquel era el filme con menos presupuesto en vestuario de la historia, o tenía toda la pinta de tratarse de una película pornográfica. Y dada la ausencia absoluta de mujeres entre el reparto, ya podía imaginarse el tipo. Sí, definitivamente iba a cargarse a Alicia y disfrutaría cada segundo de ello.

—¿Qué mierda es esto? —murmuró Óscar con un rictus de profundo horror.

—¿A ti qué te parece? —repuso Juan, componiendo una expresión similar—. Pretenden que veamos una peli porno gay.

—¡Tiene que ser una puta broma! —vociferó mientras su cara adquiría el tono pálido de un cadáver—. ¡Alicia! ¡Joder! ¡Alicia! ¡Aaaaaaliiiiiiciaaaaa!

—No te canses. No vendrá. —Se cruzó de brazos con disgusto—. Ya escuchaste sus reglas: el primero que se levante del sofá o detenga la película antes del descanso pierde. Está claro que lo hizo a propósito. Pensaba que tú eras el listo.

—No me toques los cojones, Juanito —advirtió, frunciendo el ceño—. Se suponía que esas normas eran para una película normal, quizá algo mortalmente aburrido. No para esta guarrada.

—Y ya sabemos que tú odias las guarradas —ironizó, despectivo—. Siempre puedes irte y así nos ahorramos el mal trago.

—¡Claro! Para que tenga que pasarme el puñetero fin de semana invitándote a copas —refunfuñó—. ¿Me tomas por idiota?

—Mejor no te digo lo que opino de ti.

—¡Que te den, bicho raro! ¿Por qué no te vas tú?

—Ando mal de pasta este mes y paso de pagarte las bebidas. Márchate tú.

—¡Mierda! Ella sabía que esto sucedería… ¡Será cabrona! —gruñó, cada vez más indignado—. A ver, razonemos. —Respiró hondo para tratar de serenarse antes de seguir hablando—: Ninguno de nosotros quiere verla. Podríamos llegar a un acuerdo para romper la apuesta. Nos levantamos del sofá al mismo tiempo y nos olvidamos. Que cada uno se costee sus cubatas. Ya ajustaremos cuentas con Alicia más tarde.

—No es mala idea —admitió—. Al final va a ser verdad que, de vez en cuando, usas el cerebro.

Mientras tanto, en la televisión un estudiante que estaba a punto de suspender una asignatura muy difícil se ponía de rodillas para chupársela a su profesor  —quien, por cierto, parecía tener su misma edad a pesar de las gafas falsas y el traje de cuadros barato—, y de ese modo conseguir un aprobado. A juzgar por cómo se la tragaba y la cara de placer que ponían los dos, iba camino del sobresaliente. Juan no pudo evitar que los gemidos escandalosos del catedrático captasen su atención. Durante unos segundos, se olvidó por completo de dónde estaba y del idiota que tenía al lado. Lo único que pudo hacer fue contemplar el espectáculo con los labios entreabiertos y una incipiente erección despertándose entre sus piernas. Para su consternación, una risotada jocosa lo devolvió de golpe a la realidad.

—¿Te acerco un bote de crema y una caja de clínex? —le espetó Óscar, guasón—. Solo tú podrías ponerte cachondo con eso.

—Supongo que si no hay tías en la escena tú ni te inmutas, ¿verdad? —escupió Juan con rabia.

—Supones bien. —Curvó las comisuras de los labios de forma irónica.

—Entonces no creo que te importe que veamos un poco más. Total, a ti esto no afecta en nada, ¿cierto?

—¿Hablas en serio? —La sonrisa se esfumó de su rostro—. ¿Es que quieres torturarme o algo así?

—Algo así —rezongó, ignorándolo con tozudez—. Siempre puedes largarte y dejarme tirado. Eso se te da muy bien.

—¡Tiene guasa que seas precisamente tú quien lo diga! —exclamó sin disimular su incredulidad.

—No te interesa entrar en esa discusión conmigo —le advirtió.

—Juan… —Lo que iba a decir fue interrumpido por un largo y hastiado suspiro.

—¿Qué?

—Que no te voy a dar el gusto de ganar. Si te quedas, yo también. Ya veremos quién aguanta más.

—Conociéndote, estarás corriéndote dentro de los pantalones a los dos minutos y te pasarás el resto de la película recuperándote.

—¡Qué gracia! Tenía entendido que tú eras el único de los dos que aún no se había comido un rosco.

Óscar chasqueó la lengua ante la larga e imaginativa retahíla de insultos refunfuñados por su acompañante. A falta de otra cosa mejor que hacer, centró su atención en el televisor. El catedrático estaba doblando al abnegado estudiante sobre un escritorio tras haberle bajado los pantalones hasta los tobillos. Sin perder ningún tiempo, se abrió la bragueta y apuntó una polla descomunal entre las nalgas del chico, quien le dijo con un miedo más sobreactuado que un programa del corazón: «No, profe, por favor. Esto no formaba parte del trato». A lo que el aludido respondió con una sonora cachetada en la nalga derecha y un chulesco: «Ya verás cómo te gusta. Voy a reventarte ese culito virgen». Después, sin previo aviso, se clavó en él de una sola estocada y de una manera demasiado fácil para alguien que supuestamente era nuevo en eso de recibir. Apareció un primer plano del rostro extasiado del universitario mientras el profesor se impulsaba con tanta fuerza contra su trasero que casi parecía que estuviese sufriendo un ataque epiléptico. Las mejillas de Óscar cambiaron del pálido mortecino al rojo semáforo en cuestión de segundos. El calor de su cara comenzó a extenderse al resto de su cuerpo. Tragó saliva con desasosiego. La cosa estaba a punto de ponerse muy dura.

En el dormitorio, Marta y Roberto no salían de su asombro tras haber seguido la conversación entre Óscar y Juan, así como sus curiosas reacciones. No daban crédito. Su amiga les había puesto una peli porno gay a dos chicos que no dejaban de pelearse para que se reconciliasen. Les parecía la idea más absurda que habían escuchado jamás. No tenía ningún sentido y ni siquiera eso era lo más extraño, sino las ambiguas pullas que se estaban lanzando. Daba la impresión de que ambos tenían algún asunto de índole sexual o sentimental sin resolver. Marta y Roberto no estaban al tanto de aquello, no se les habría pasado por la cabeza ni en un millón de años. Puesto que en el salón no había ninguna actividad —Óscar y Juan continuaban estáticos, cada uno en su extremo del sofá, con las espaldas más tiesas que el palo de una escoba y la vista fija al frente—, ambos estudiaron a su anfitriona a la espera de una explicación. Marta fue la primera en decidirse a romper el silencio y le preguntó:

—¿Nos vas a contar qué ocurre aquí?

—Desde hace dos años, tienen un tema inconcluso que aclarar. Como ninguno de ellos se animaba a dar el paso y eso estaba afectando al resto de la pandilla, decidí ponerlos frente a frente con su mayor miedo para que no les quede más opción que hablarlo.

—¿Con una peli porno gay? —inquirió Roberto, rebosante de perplejidad—. ¿En qué puede ayudar que…? —De repente, pareció comprender—. ¿Nos estás diciendo que son homosexuales?

—A ver, es muy obvio, ¿no creéis? —Alicia sonrió—. Los tres conocemos a Juan desde el colegio. ¿Lo habéis visto alguna vez con una chica?

—No —murmuró Marta, avergonzada por no haber caído en aquel detalle antes—, pero a Óscar sí. Con docenas de ellas, de hecho.

—Lo de Óscar es más complicado. Supongo que le atraen los dos sexos o está muy al fondo en el armario. Juan no me lo dijo y yo solo puedo especular.

—¡Eso es imposible! —exclamó Roberto, incrédulo—. Soy colega de los dos desde hace siglos y nunca he notado nada. Ni la más mínima señal.

—¿Y qué querías notar? ¿Una aureola arcoíris sobre sus cabezas? —ironizó Alicia—. La orientación sexual de una persona no define quién es. Todos los seres humanos tenemos sueños, anhelos, metas, miedos, principios, virtudes, defectos…, que van más allá de con quién te acuestes. Únicamente es una faceta más de entre muchas otras. Y no debería afectar en lo más mínimo a vuestra opinión sobre ellos.

—¡Oye! A mí no tienes que convencerme. Sus broncas me exasperan, pero ellos me caen muy bien y eso no va a cambiar. Me importa un bledo si follan en cada superficie horizontal que encuentren o si les da por casarse por el rito haitiano —afirmó Roberto—. Mientras no me propongan un trío por mí no hay problema —puntualizó con sorna.

—Aunque te sorprenda, ser gay no significa querer acostarse con cualquiera que tenga polla. Igual ni siquiera eres su tipo. ¿Lo habías pensado? —lo reprendió Alicia, arrugando el entrecejo.

—Ya lo sé, mujer, era una broma —aseguró—. Y yo soy el tipo de todo el mundo. ¿Me has visto bien? ¡Estoy buenísimo!

—¿Qué es lo que tienen que aclarar? ¿Qué ocurrió entre ellos? —la interrogó Marta, intrigada.

—No puedo contároslo. Le prometí a Juan que le guardaría el secreto.

—¡Sí, ya! Por eso los estás espiando con una cámara oculta —objetó Roberto, guasón.

—Lo hago porque quiero asegurarme de que no terminan a puñetazos. En vista de que ambos son demasiado orgullosos, no quedaba más remedio que recurrir a un plan desesperado. Nosotros estamos aquí por si al final la situación se descontrola y es necesario intervenir. Pienso cortar la retransmisión de la webcam en cuanto considere que ya no hay peligro.

—Yo diría que el mayor peligro es que ninguno de los dos vuelva a dirigirte la palabra después de la encerrona que les has montado.

—Créeme, lo he tenido en cuenta, pero estoy dispuesta a arriesgarme para que esos idiotas sean felices de una puñetera vez.

En la pantalla, el profesor seguía follándose al universitario en cada postura imaginable mientras este gemía de manera escandalosa. En un momento dado, un segundo estudiante entró de improvisto en el aula y los sorprendió en plena cabalgada. Tras hacerse el indignado durante cinco segundos, amenazó al catedrático con delatarlo al rector de la universidad si no compartía a su presa con él. Ninguno tuvo el detalle de preguntarle su opinión al interesado; sin embargo, no parecía demasiado molesto ante la perspectiva. De esa manera, el pobrecito chico que buscaba un aprobado terminó con la boca y el culo llenos en cada variante imaginable. Cuando los dos extorsionadores se disponían a realizarle una doble penetración a su ya no tan virginal recto, Óscar apartó la vista. Era demasiado. Si seguía así iba a reventar. Hacía un buen rato que se había cruzado de piernas para tratar de disimular la brutal erección que sufría. No dejaba de revolverse en su asiento, pues ya no sabía qué hacer o cómo colocarse para aliviar el enorme calentón que tenía encima.

Observó a Juan de soslayo y se lo encontró con un cojín estratégicamente colocado sobre el regazo y las mejillas encendidas. «¡Qué sexi se pone el cabrón al excitarse!», pensó mientras se humedecía los labios. Sin que pudiese hacer nada para evitarlo, el recuerdo de aquella noche irrumpió en su mente y se quedó allí, repitiéndose en bucle. Óscar resopló en un intento inútil y un tanto absurdo de aliviar la tensión. El sonido captó la atención de Juan, quien giró la cara para dedicarle una mirada vidriosa.

—¡Esto es ridículo! —farfulló Óscar, disimulando—. ¿Por qué Alicia nos la jugaría así?

—No tengo ni idea —Juan bajó la vista.

—Estás mintiendo. Te conozco mejor de lo que crees —aseguró, olvidando de forma temporal su calentura—. Se lo contaste, ¿verdad?

—No sé a qué te refieres —negó, y cruzó los brazos.

—¡Joder, Juan! —Golpeó el sofá con rabia—. ¿Podemos hablar como dos personas civilizadas por una vez en nuestras vidas? Ella tiene que estar al tanto o no nos habría engañado para ver una maldita peli porno gay.

—Nadie te obliga. Puedes irte si quieres. —Le señaló la puerta con una expresión desafiante—. No sucedió nada y no había nada que contar.

—Porque tú te largaste y no me cogiste el teléfono. Te llamé medio centenar de veces y ni siquiera te dignaste a responderme para darme una explicación —le recriminó, dejando salir el rencor que llevaba dos años guardándose—. ¿Por qué actúas como si yo fuese el malo de la historia?

—¿Una explicación? —repitió, molesto—. Si tanto quieres una explicación te la voy a dar: no soy una de esas pobres pánfilas a las que te follas cada fin de semana.

—Nunca dije que lo fueses —repuso, abriendo mucho los ojos por la sorpresa.

—¡Venga ya! No vayas de inocente. No te pega en absoluto, y lo sabes. —Soltó una carcajada amarga—. Cuando me marché de tu casa, tú habías ido a buscar una farmacia de guardia para comprar preservativos. Por no mencionar que te habías pasado los últimos cinco minutos metiéndome los dedos en el culo.

—Tenía la impresión de que te gustaba.

—¡Ese no es el punto! Estabas muy dispuesto a follarme. Niégamelo si te atreves.

—¡Eres imposible! —resopló con frustración—. Claro que quería acostarme contigo. ¡Te deseaba con locura, joder! No tenía ninguna experiencia con hombres. Era algo nuevo para mí y pensé que adoptando el papel de activo me resultaría más fácil. No obstante, si tú me hubieses dicho que preferías hacerlo de otra manera, podríamos haberlo negociado. En lugar de eso, esperaste a que saliese para escaparte.

—¿Y cuándo querías que lo negociásemos exactamente? —Su mirada dolida se clavó en la de Óscar—. ¿Al arrancarme la ropa sin darme tiempo ni a pestañear o al lanzarme sobre la cama para luego tirarte encima de mí? ¿O quizá querías negociar cuando te pillaste una rabieta del quince al descubrir que se te habían acabado los condones?

—Lo dices como si te hubiese forzado. Te recuerdo que tú aceptaste venir a mi piso después de que nos besásemos en aquel baño. ¿Qué esperabas? ¿Creías que quería enseñarte mi colección de cromos?

—No, yo… fui para… ¡Vete a la mierda!

—No, Juan. Ahora no me vengas con tonterías. Dímelo. Necesito entenderte.

—Habíamos pasado una noche genial, ¿vale? —le espetó, furioso—. Por primera vez, dejamos de discutir para charlar como dos personas normales. Te hice confesiones sobre mí que casi nadie más sabía. Tú fuiste muy amable conmigo y me escuchaste como si de verdad te interesara. Coqueteamos, me besaste de aquel modo… Al pedirme que te acompañase pensé que pretendías hablar de lo que nos estaba pasando. —Apretó la mandíbula e inspiró hondo, tratando de serenarse—. No era tan ingenuo como para no darme cuenta de que también buscabas sexo, pero supuse que iríamos despacio, que nos exploraríamos con calma, ya que tú sabías que nunca lo había hecho y que me daba un miedo terrible. En cambio, me pasaste por encima como una apisonadora. Me sentí presionado para hacer algo de lo que no estaba seguro. Por eso me largué —agregó, y Óscar al fin fue capaz de comprenderlo.

En el cuarto, las neuronas de Marta y Roberto estaban a punto de sufrir un cortocircuito al ir de sorpresa en sorpresa, cada cual más impactante que la anterior. Jamás habrían imaginado que el origen del brutal deterioro que había sufrido la relación de sus amigos en los últimos años fuese un encuentro sexual frustrado.

—¿Tú lo sabías? —preguntó Marta.

—Sí, Juan vino aquí tras abandonar el apartamento de Óscar. Tenía un bajonazo tremendo y me pasé horas consolándolo. Intenté convencerlo de que le cogiese el teléfono y aclarase las cosas con él, pero se negó —contestó Alicia—. Encima, el otro lo empeoró más al comportarse como un capullo al día siguiente.

—Yo diría que empezó a ser un capullo antes —repuso Marta, ceñuda—. ¿A quién se le ocurre avasallar a un primerizo de esa forma?

—¡Coño! Lo dices como si Juan fuese un niño pequeño. En aquella época, ya eran dos adultos con pelos en los huevos —protestó Roberto—. Cuando un hombre te invita a su casa después de daros el lote, ya sabes de sobra a lo que vas. Si no quería acostarse con él que se hubiese negado a ir. Así de simple.

—¡Tienes la sensibilidad en la punta de la polla! —bufó Marta.

—Pues sí, la tengo muy sensible —se rio él.

 

La solución

Óscar comprendió muchas cosas al fin. La noche de la que hablaban se remontaba a su primer año de carrera. Toda la pandilla estaba estudiando para los parciales del segundo cuatrimestre, y aquel viernes acordaron salir un rato para desestresarse y airearse un poco. Sin embargo, Marta, Roberto y Alicia no tardaron mucho tiempo en sentir remordimientos por andar por ahí de juerga en lugar de quedarse en casa hincando los codos, y prefirieron marcharse temprano. Juan necesitaba con desesperación esa noche libre, porque sentía que le iba a explotar la cabeza de tanto chapar. Y Óscar llevaba todas las asignaturas al día, puesto que siempre había sido un estudiante modélico. Así que decidieron quedarse un rato más los dos solos a pesar de que su relación no era la más fácil y cordial del mundo.

Lo que empezó como un momento realmente incómodo se fue convirtiendo poco a poco en una conversación agradable. Los dos se sorprendieron de lo mucho que congeniaban y de lo a gusto que se sentían el uno con el otro. La charla fue derivando en temas más personales y terminaron haciéndose confesiones muy íntimas. El coqueteo sutil se transformó a medida que pasaban las horas en un flirteo descarado. Y para cuando se quisieron dar cuenta, estaban encerrados en uno de los cubículos del servicio de caballeros, devorándose las bocas y abrazándose con fuerza. Entonces, Óscar ni siquiera se detuvo a pensarlo con detenimiento, simplemente lo invitó a irse con él a su apartamento y, para su regocijo, Juan aceptó.

Ahora Óscar se daba cuenta de que se precipitó al malinterpretar tanto las cosas. Jamás consideró a Juan otro más de los ligues de usar y tirar que metía en su cama todos los fines de semana, ya que aquella noche conectaron de verdad a un nivel muy íntimo. No obstante, empezaba a ser consciente de que lo trató exactamente igual que a todas esas chicas. A decir verdad estaba tan acojonado ante la perspectiva de dar ese paso —el cual no tendría marcha atrás— que actuó de forma impulsiva para armarse de valor y no echarse atrás. Sin embargo, debía admitir que visto desde fuera daba la misma impresión que se llevó Juan. Era hasta lógico que se marchase sin decirle nada y luego no le respondiese al móvil.

—Me comporté así porque estaba muy nervioso —le explicó Óscar tras un largo silencio—. Sé que no es excusa, pero yo nunca he tenido mi sexualidad tan clara como tú. Llevaba muchos años preguntándome qué demonios ocurría conmigo, por qué me fijaba en algunos hombres cuando me gustaban las mujeres. Nadie me había explicado que para algunas personas era posible sentir atracción por los dos sexos. No sé, nos bombardean desde niños con la idea de que necesariamente tienes que ser hetero o gay y con todo tipo de informaciones falsas sobre la bisexualidad: que somos unos viciosos, que nos va todo, que somos promiscuos e infieles, que solo estamos confundidos, que somos gais que no se aceptan… Lo más doloroso de todo es que a veces ese tipo de comentarios vienen de gente homosexual, quien supuestamente debería entender mejor que nadie lo que es sentirse discriminado por ser diferente, pero luego nos hace lo mismo a nosotros.

—No sé a qué viene esto ahora, Óscar. Yo no tengo ningún tipo de prejuicio hacia los bisexuales. —Lo miró con extrañeza—. Ni siquiera estaba seguro de que tú lo eras. No fuiste lo que se dice muy claro conmigo al respecto.

—Ya lo sé. Solo quería que entendieras la razón de que estuviese tan aterrorizado. Eras el primer chico que me gustaba lo suficiente como para atreverme a explorar esas inclinaciones que llevaban tanto tiempo confundiéndome y atormentándome, pero tenía miedo de echarme atrás en el último momento y quedar como un idiota contigo, así que quise acelerar las cosas para evitarlo.

—Debiste contarme eso hace dos años, cuando yo te hablé de lo mucho que me costó aceptar mi orientación sexual y de lo duro que fue para mí salir del armario con mi familia.

—Entonces no tenía nada claro lo que quería.

—¿Y ahora sí?

—No demasiado, pero…

—¡Pues estamos apañados! —lo interrumpió, sarcástico.

—Déjame terminar. Lo que quería decirte es que sigo teniendo dudas, pero he comprendido algunas cosas que hace dos años no entendía. Cosas sobre ti.

—¿Sobre mí? —preguntó, sorprendido e interesado.

—He sentido la imperiosa necesidad de meterme contigo desde que te conocí. Durante mucho tiempo creí que lo hacía porque me caías mal. —Le dedicó una sonrisa triste—. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que, en realidad, siempre me he sentido atraído por ti y que todas mis burlas se debían a que trataba de llamar tu atención, de provocarte algún tipo de reacción que no fuese la absoluta indiferencia que siempre me mostrabas. —Se mordió el labio con nerviosismo unos segundos—. De verdad que quería cambiar de actitud contigo, pero cuando volví a mi apartamento y no te encontré y luego no me cogiste el teléfono, me sentí muy dolido. No sabía qué pensar y se me pasaron un montón de teorías absurdas por la cabeza, como que no te gustaba o que te habías estado riendo de mí todo el tiempo. Supongo que no supe cómo lidiar con el resentimiento y descargué todas mis frustraciones sobre ti. Pero nunca has dejado de gustarme. Lo lamento mucho, Juan. Soy un idiota.

—Sí que lo eres. —Asintió—. Pero yo no soy mejor que tú. Debí decirte que me estaba agobiando en lugar de salir huyendo como un cobarde. La verdad es que también me gustas, pero creía que tú me odiabas, y por eso te atacaba.

—Lo que siento por ti es justamente todo lo contrario al odio. ¿Es demasiado tarde para volver a intentarlo?

—No lo sé. —Curvó las comisuras de los labios de forma irónica—. La película se está poniendo muy interesante y no quiero perdérmela.

—¡Serás idiota!

Óscar rio por lo bajo mientras se movía en el sofá para colocarse al lado de Juan. Alargó un brazo y lo sujetó por la nuca. Acercó su cara a la del otro de forma lenta. Lo miró a los ojos unos segundos y leyó en ellos la aceptación que necesitaba para continuar. Rozó despacio sus labios con los del otro hombre. Se tomó su tiempo para disfrutar y atesorar en su memoria todas las sensaciones: su sabor, el olor a chicle de menta de su aliento, el calor abrasador que desprendía y la suavidad de su piel. Le acarició la mejilla con la mano derecha mientras la izquierda continuaba afianzada con firmeza en su cuello. Deslizó la punta de la lengua entre sus labios, y fue recibida por la de Juan que le dio la bienvenida encantada, invitándolo y retándolo a explorar cada recoveco de su boca. Se quedaron así durante unos instantes eternos, sintiéndose y degustándose el uno al otro con la promesa silenciosa de que esta vez ambos harían todo lo posible para no volver a estropearlo.

En el televisor, un grupo de estudio había decidido aparcar los libros por un rato para montar una orgía en medio de la biblioteca, pero Óscar y Juan ya no le prestaban atención. Estaban concentrados en aquel beso, que a diferencia de lo que sucedía en la pantalla les parecía auténtico y sincero.

Entretanto, en el dormitorio, sus amigos presenciaban embobados aquella enternecedora reconciliación. Alicia y Marta estaban que no cabían en sí de alegría. Esas dos personas que tanto apreciaban no solo acababan de resolver sus conflictos, sino que también iban camino de alcanzar la felicidad juntos. Incluso Roberto se había emocionado un poco ante la idea. «¡Por favor, qué monos son!», murmuró Marta para nadie en particular. La orquestadora de aquel estrambótico plan asintió con una enorme sonrisa en los labios, y después apagó el portátil.

—¿Por qué has hecho eso? Nos has cortado el rollo en la mejor parte —protestó Marta.

—Lo que está a punto de ocurrir ya no es de nuestra incumbencia —declaró Alicia con cierta solemnidad—. Pero si te has quedado con ganas de ver porno gay, puedo prestarte el DVD que alquilé para Óscar y Juan.

—Pues, mira, no te voy a decir que no. Después de esto, me ha entrado una curiosidad tremenda. —Marta soltó una risita nerviosa.

—¿Y ahora qué hacemos nosotros mientras esos dos se dan el lote? —preguntó Roberto.

—Tengo una baraja de cartas en el cajón de mi escritorio. ¿Queréis jugar al póker?

—Solo si nos apostamos prendas —le espetó él, jocoso.

—¡Sigue soñando! —respondieron Marta y Alicia a la vez.

A Juan le gustaba mucho esa nueva faceta más cariñosa y delicada de Óscar, pero también echaba de menos la pasión y la efusividad de su primer beso en aquel cuarto de baño. Sabía que su amigo estaba yendo con cuidado por miedo a asustarlo de nuevo y que no daría otro paso hasta que él se lo pidiese. En cierto modo le estaba cediendo el control, y esa era una auténtica novedad en la dinámica siempre competitiva de su relación. Si a Juan todavía le quedaba alguna duda de que aquello era lo quería, se disipó en ese preciso momento. Sin embargo, como no era fácil corregir los viejos hábitos, al ver que Óscar estaba tirando de él para tratar de colocarlo en su regazo, le soltó:

—¿Por qué tengo que sentarme yo encima de ti?

—¡Joder, tío! ¡Eres insoportable! —refunfuñó Óscar. Pero no tardó demasiado en ponerse a horcajas sobre las piernas de Juan—. ¿Contento?

—Muchísimo. —Soltó un par de buenas carcajadas.

Óscar gruñó por lo bajo una serie de improperios, pero el enfado se esfumó por completo en cuanto sintió las manos de Juan deslizándose por debajo del jersey para acariciar su abdomen. Su polla, ya dolorosamente dura debido a los estímulos visuales, dio un respingo al notar la yema de un dedo estimulándole el pezón derecho. Un ronco jadeo se escapó de sus labios entreabiertos cuando la otra mano descendió hasta la entrepierna. Gratamente sorprendido por los avances de Juan, se lanzó sobre su cuello para lamerlo y mordisquearlo con devoción. Sin detenerse a pensar demasiado en lo que estaba haciendo, le arrancó la enorme sudadera de un solo tirón, y luego se quedó contemplando ensimismado su espectacular torso. «No entiendo por qué se empeña en esconder un cuerpazo como este debajo de ropa tan grande», pensó relamiéndose los labios. Su mente se llenó de obscenas fantasías sobre lo que podría hacer con él. Estaba a punto de abalanzarse hacia su bragueta cuando aparecieron las primeras dudas. Se detuvo de forma abrupta y le dijo:

—Nos lo tomaremos con calma e iremos despacio, ¿vale? Si en algún momento te sientes incómodo o abrumado, quiero que me lo digas y yo pararé.

—Eso es muy considerado por tu parte, Óscar, pero la verdad es que ya no soy virgen. —Depositó un breve beso en sus labios—. En los últimos dos años me he acostado con varios hombres, aunque ya ha pasado un tiempo desde la última vez. ¿Te molesta? —Lo miró con preocupación al reparar en su expresión de sorpresa.

—No, no… Para nada. Al contrario. Me alegro de que al menos uno de los dos sepa lo que está haciendo. —Curvó las comisuras de los labios y volvió a abalanzarse sobre su boca, esta vez sin molestarse ni un ápice en reprimir el profundo deseo que sentía—. Para serte sincero, especular sobre todas las cosas que sabrás hacer me pone incluso más cachondo de lo que ya estaba, si eso es posible.

Las palmas de ambos exploraron cada recoveco de piel a su alcance, se besaron, se saborearon, se olieron y se sintieron como si no quedara nada más en el mundo por hacer. En un momento dado, Juan sujetó a Óscar por debajo de los muslos para levantarlo en peso al mismo tiempo que él se ponía de pie. Lo depositó boca arriba a lo largo del sofá y se hizo un hueco entre sus piernas. Sus manos trabajaron raudas para desabotonarle los vaqueros. Introdujo los dedos bajo su ropa interior y sacó aquella polla ya completamente dura. Cerró el puño en torno a ella y comenzó a masturbarlo con suavidad mientras no se perdía detalle de las expresiones de placer que le dedicaba su amante. Cuando aquello dejó de parecerle suficiente, tiró de la cinturilla del pantalón para sacárselo. Acarició los testículos y fue descendiendo por el pirineo hasta que la yema de su índice rozó el ano. Al principio, con toquecitos esquivos y burlones; después, con un sobeteo descarado. Al comenzar a ejercer presión sobre el apretado esfínter, Óscar dio un respingo involuntario.

—¿Qué rol dijiste que adoptaste en la cama con esos chicos con los que estuviste? —preguntó Óscar, tenso.

—No te lo dije. Siempre fui el activo. —Juan se carcajeó al ver la cara de espanto del otro—. Sabes que no tenemos por qué hacer eso ahora, ¿verdad?

—¡Dios, menos mal! Creo que soy yo el que necesita tomárselo con calma. —Suspiró.

—Por mí no hay ningún problema. —Se inclinó sobre él hasta que sus caras quedaron muy cerca—. Existen miles de cosas que podemos probar sin llegar a la penetración, y bueno, llegado al momento adecuado, siempre podríamos negociar para alcanzar un acuerdo satisfactoria para los dos. Por ejemplo, que uno empezase el trabajito y el otro lo terminase.

Por toda respuesta, Óscar le rodeó el cuello con los dos brazos y volvió a besarlo. Su cautela anterior se había esfumado y ahora atacaba con todo lo que tenía: lo estrechaba con sus brazos, lo rodeaba con sus piernas, sus labios se restregaban contra los del otro sin pausa ni cuidado, sus dientes mordían todo lo que tenían a su alcance e incluso su lengua parecía haber cobrado vida propia y no dejaba ni un rincón de la boca de Juan por recorrer. No recordaba haber estado jamás tan excitado como en aquel preciso instante. En comparación, lo de aquella noche de hacía dos años había sido una minucia. Se preguntó cuál podía ser el motivo y llegó a la conclusión de que se debía a que ya no tenía miedo. Estaba muy seguro de lo que iban a hacer y se sentía preparado. Ese fue su último pensamiento coherente, a partir de ahí se encontró poseído por el más puro instinto animal que lo impulsaba a obtener y proporcionar placer, sin dudas ni reparos.

La nueva actitud de Óscar no le pasó inadvertida a Juan, quien se contagió sin remedio del mismo fervor y deseo desesperado que le comunicaba el cuerpo de su amante sin necesidad de articular ni una sola palabra. De repente, la ropa comenzó a parecerle un obstáculo intolerable, de modo que haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, se separó de él para ponerse de pie y bajarse los pantalones, que arrastró junto a la ropa interior con un rápido tirón. Después, se situó de nuevo entre las piernas de Óscar, y ambos suspiraron al sentir el roce de sus cálidas pieles desnudas. Nunca una sensación de ese tipo les había parecido tan excitante y deseable a ninguno de los dos.

Las manos de Óscar se deslizaron de forma lenta por la espalda desnuda del otro hombre y se detuvieron en las nalgas, que acarició y luego sujetó con firmeza para atraerlo hacia él. Al hacerlo, sus pollas duras e hinchadas se restregaron la una con la otra y ambos jadearon al unísono ante aquel delicioso contacto. Juan contempló con admiración el rostro extasiado de Óscar y llegó a la conclusión de que esa era la mejor forma de que empezasen a conocerse de forma íntima sin que el otro se sintiese presionado. «Esta vez tenemos que hacerlo bien», pensó, convencido, antes de repetir el movimiento. Una intensa oleada de placer volvió a recorrerlos a los dos, y ya no hubo marcha atrás. No pudo detenerse, imposible hacerlo aunque quisiera, y ninguno de ellos quería parar. La energía que invirtieron durante años en discutir se transformó para mecer sus caderas, con la misma fiereza de antaño, pero con un resultado bastante más agradable.

Cuando finalmente ambos jadearon su clímax, regando sus abdómenes con el semen combinado de los dos, ya habían olvidado dónde estaban o que el resto de sus amigos seguían en el dormitorio y que muy posiblemente los habían oído jadear como posesos. Todos y cada uno de sus sentidos estaban puestos en el otro. Óscar abrazó a Juan con todas sus fuerzas y este se dejó caer sobre él, apoyando la mejilla en su hombro. No hablaron, en aquel momento sobraban las palabras.

Resultaba bastante curioso que hubiesen tenido que pasar casi todas sus vidas peleándose y sacándose de quicio mutuamente para llegar a aquel instante de real y auténtica dicha. Pero los dos estaban convencidos de que había merecido la pena, porque la vida no era una peli porno. La vida estaba repleta de miedos, sueños frustrados, incertidumbres, dificultades, luchas constantes por superarlos e ilusiones y expectativas depositadas en la otra persona sin ninguna garantía de que fuese a salir bien, y por eso era mucho mejor. Juan y Óscar acababan de empezar a disfrutarla juntos.

Fin.

 

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